miércoles, 8 de septiembre de 2010

Cantos a Berenice


No estabas en mi umbral
ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua la nostalgia
y que presagian niños o animales hechos 
con la sustancia de la frustración.
Viniste paso a paso por los aires,
pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso de lobos
enmascarado por los andrajos radiantes de febrero.
Venías condensándote desde la encandilada transparencia,
probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,
como anticipaciones de tu eléctrica envoltura
–el erizo de niebla,
el globo de lustrosos villanos encendidos,
la piedra imán que absorbe su fatal alimento,
la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor de un ascua,
en torno de un temblor–.
Y ya habías aparecido en este mundo,
intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la cola,
más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,
con tu porción de vida como una perla roja 
brillando entre los dientes.

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